Baguio, la ciudad misteriosa

Sagada (norte de Luzon), 29 de marzo

En la variedad está el gusto, decía mi madre. El agradable ruido de la lluvia sobre los tejados de cinc y la vegetación del patio. Un día y medio de autobús en dirección norte me ha dejado en Sagada, una aldea en medio de las montañas , las Kalinga Mountains. A nace place, decía mi acompañante de autobús. Buen lugar para no empezar a correr como otras veces, sí, esa enfermedad de quien sale de casa y no para hasta terminar de dar la vuelta al mundo. Los pinares comparten las laderas con la vegetación tropical y las terrazas de los arrozales.

Hablaba el otro día de cierta búsqueda de la variedad como una de las esencias del viaje, estímulos nuevos que alivien del círculo de las reiteraciones. No son ya los años aquellos de un primer viaje a la India en que todo era tan sorprendente, el impacto de la calle, los olores, la gente, el tráfico trepidante de Old Delhi. Ha pasado ya mucho tiempo de aquello y no en vano la apisonadora de la experiencia (a veces es eso cuando nos priva de la frescura de lo nuevo) va poco a poco disminuyendo esa capacidad que tenemos de sorprendernos ante lo inesperado, lo rotundamente nuevo. También es cierto que elegir para un largo viaje la India fue juntar un buen manojo de los mejores atractivos en un solo viaje.

Desde este punto de vista ahora todo es más liviano. Entre otras cosas encontrar dificultades y resolver problemas formaba parte del viaje; lo inesperado estaba a la vuelta de cada esquina, y por supuesto más y más cuanto más lejos estuviéramos del turismo organizado. Es lo de siempre, nos venden la seguridad, la comodidad, el todo a punto, y al final apenas nos queda un resquicio para descubrir algo por nuestra cuenta. Incluso tenemos el atrevimiento y la poca inteligencia de ver fotografías a montones de los lugares donde vamos a ir, podemos sobrevolar con el GoogleEarth las montañas y las ciudades, leer en abundancia sobre el lugar en cuestión. Vamos, que a poco que nos descuidemos dejamos reducido el viaje a su mínima expresión. Las sorpresas abundan poquito.

Ayer, por ejemplo, estaba al límite de la sorpresa, pero apenas llegó la luz del día ésta se desvaneció. El autobús, después de nueve horas de rodar desde Manila en dirección norte, había entrado en Baguio de noche en medio de una niebla que bailoteaba en las calles produciendo la extraña sensación de no poder definirlo ni como bosque ni como ciudad. La nula iluminación pública acrecentaba el aspecto de un mundo de gnomos o algo así; pero era un bosque oscuro y neblinoso por donde transitaban autobuses y todo tipo de vehículos. Luego un taxi me llevó por algunas rampas solitarias hasta mi hotel. Estaba intrigado yo con esta ciudad misteriosa. Cuando un momento después salí del hotel para darme una vuelta, la niebla había desaparecido, pero no se veía ni pijo, la calle era pura boca de lobo en donde de vez en cuando me cruzaba con algún transeúntes. Por cierto, gente de todo tipo, chicas jóvenes, ancianos, la oscuridad no era un refugio de ladrones ni violadores. Después de una esquina descubrí sin embargo sobre un promontorio una fiesta de luces. Hacia allá me fui; resultó ser el complejo comercial más chuli que había visto en mucho tiempo; estaba en lo alto de una loma. Desde allí se veía la fachada de una catedral, eso o poco le faltaba. El cielo estaba cuajado de estrellas, con Orión en medio, y bajo las estrellas, salvo la iglesia, todo negro con alguna que otra débil luz salpicando la ladera de la montaña. Se me hizo tarde cenando; cuando abandoné el restaurante, echaron el cierre detrás de mí. Habían apagado las luces de las cuatro plantas del complejo comercial y las escaleras mecánicas dormían ya como benditas. Tuve que buscar la puerta a tientas. Sólo me crucé con algún empleado de la limpieza. Fuera era una masa de betún. Pues bien, a la mañana siguiente el misterio había desaparecido, ahora ya no era la ciudad misterio ni la boca de lobo, sino la ciudad tobogán, la gente se había echado a la calle y las aceras y las calzadas estaban abarrotadas por los chiringuitos y los automóviles, todo ello aprovechando las laderas de las lomas por las que subían y bajaban las calles y que la noche anterior me habían parecido refugio de gnomos y lobos. Fueron los americanos los que tuvieron la ocurrencia de levantar esta ciudad aquí poco después de la Segunda Guerra Mundial. El resto del día fue de lo más normalito, si quitamos la incomodidad y el susto continuo de viajar en los asientos traseros de un autobús desvencijado que tan pronto corría por asfalto como subía y bajaba abruptas pendientes de tierra. Pero como la compañía era grata, pues la cosa se llevaba bien, y es que los filipinos son gente amable y sencilla; da gusto ver a los adolescente por la calle, en el tren, en los transportes públicos; tan sencillos que a uno le dan ganas de quedarse aquí para no volver a ver más a todas aquellas pandas de adolescentes con los que uno tiene que compartir el tren de cercanías o el metro de Madrid.

Así que mi variedad, mi sorpresa de anoche fue puro juego de luces y sombra. Pasa a veces, incluso a la plena luz del día. Por ejemplo un día estás leyendo tranquilamente en una plaza pública de Huarás, en la Cordillera Blanca (Perú), con tus pertenencias al lado mientras esperas a tu compañera que ha ido a comprar el pan, y plas de golpe te encuentras corriendo a toda leche detrás de un tío que te ha robado un macuto y huye subido en la parte trasera de una moto. Pues quién me iba a decir a mí que tan tranquilo estaba leyendo al cínico y simpático Italo Calvino que así de golpe unos minutos después mi corazón iba a experimentar un terrible bombeo que a punto estuvo de producirme un síncope; y es que en la puna uno debe andar tranquilito y respirar hondo porque enseguida el sistema respiratorio y el corazón se alteran. Pues ni así, corre que te corre, entrando el aire en mi cuerpo como un puñal y el corazón toptop toptop toptop, diciéndome para, tío, que me muero, y yo que nada, que a mí no me roba un mamón de mierda, y pensando que como había mucho tráfico la moto tendría que parar... pero nada, ni flores. Que casi me muero a los pies del Huascarán. Cosa tonta que habría sido sin lugar a dudas, desde luego, porque morirse allí escalando aquella hermosa montaña podría ser como ganar el cielo sin más, pero morirse por perseguir a un caco, o mejor por un exceso de amor propio inesperado (¡a mí no me roban!) habría sido la cosa más ridícula del mundo.

El personaje de la novela que leo, The New York Trilogy, de Paul Auster, y que tiene aspecto de escritor aburrido, en este momento está leyendo El libro de las maravillas, de Marco Polo. Yo de aquel libro recuerdo pocas cosas, pero seguro que no lo volvería a leer, como no fuera para repasar alguna de las curiosas costumbres que salpican el libro. Y es que los libros de viaje son un peñazo, no todos pero sí la mayoría de ellos. Por qué ese personaje, que además escribe novelas de misterio, lee precisamente a Marco Polo, es una pregunta que no sabría responder. Yo de muchacho me tragaba las novelas de Salgari, pero eso era diferente, lo que yo quería entonces era vivir aventuras sin cuento, seguir al Jabato y al Capitán Trueno era uno de los mejores atractivos de la semana; y si además se terciaba ver alguna película de Tarzán, que no siempre uno tenía las cinco pesetas que costaba la entrada, pues mejor que mejor. Queremos vivir lo extraordinario; nuestra vida diaria está tan carente de cosas fabulosas e inauditas que es normal, siempre queremos lo que no tenemos. Sin embargo el personaje no es un muchacho, es un adulto y, además, un adulto aburrido; y una persona aburrida no echa mano de ese libro. Por ahí andan los tiros, que además de hacernos mayores nos caiga la desgracia de hacernos aburridamente escépticos; y es que el panorama no da para mucho, al menos en mi caso que soy un lector de periódico que no pasando casi nunca de la primera página tiene la sensación de que una enorme cantidad del día a día es pura rechifla para entretener al personal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario