Armonía

Las terrazas de Banaue y Batad. Hoy debería contar que me levanté antes del amanecer y que dormí mal, probablemente ante la expectativa del día siguiente, o quizás debido el temor de dormirme. Pero ya veremos, porque lo que realmente me interesa es hablar de armonía, de las cosas que me encontré durante el día, y que pertenecían más al dominio del arte que al de la agricultura. De momento la tarde anterior ya me tocó discutir con el dueño de la moto por motivo del horario. No entendía que quisiera salir de noche, al filo del alba. Ya nos sucedió en otras ocasiones. El más notorio cierto día que queríamos ver amanecer desde en el río Li, en China.

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Primero fue convencer al patrón y luego, a las tres de la mañana, sacarles de la cama. No se lo creían los tíos; al final aclaraba ya cuando la proa enfiló hacia los hermosos pináculos calcáreos cuyas picorotas vestían el color ámbar de la madrugada. Ni a los conductores ni a los barqueros les gusta madrugar; y a los turistas no les llega tanto la curiosidad como para darse un madrugón y litigar con los lugareños. Fue una magnífica experiencia que terminó más o menos cuando el sol empezó a caer plano sobre el agua y las montañas. Es importante la luz. Hoy, cuando regresaba, después de caminar cinco horas, me crucé con un grupo de franceses, el sol caía haciendo añicos las cosas, los franceses verían una mínima parte del espectáculo que la naturaleza y el trabajo de los hombres habían representado desde la hora del alba. En ese momento el valle parecía como cansado, abrumado por el calor del mediodía, había que buscar la sombra para recuperarse de la fatiga de las escalinatas.

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Por cierto, ¿a qué pelicula pertenece esta fotografia?

Pero mejor empezar por el principio. Este es el reino del prestigioso pueblo de los Ifugao, una gente laboriosa que ocupó las Kalinga Montaines durante dos milenios convirtiendo sus empinadas laderas en vergeles de extensas terrazas de arrozales. Hoy, en el valle de Batad, donde se levantó este asombroso mundo de terrazas, se admira este trabajo como la octava maravilla del mundo. Días atrás, en Sagada, había tenido la oportunidad de ver a dos ancianos trabajando la tierra con lo que debía de ser el apero principal que usaban en estos lugares desde hacía dos mil años; armado con un palo de unos dos metros y medio, al que se habían sacado punta en un extremo, desraizaban la maleza y araban la tierra. No parece que usaran otras herramientas entonces que éstas de los ancianos, manos y palos para el inmenso trabajo de transformar la montaña en un increíble graderío.

De todos modos no era este el aspecto que más me interesaba hoy. A poco más de un kilómetro mandé parar al conductor de la moto (un viejo trasto con séicar para más precisión); la primera luz rasante del amanecer caía sobre las terrazas formando un delicioso cuadro en donde el verde intenso de las plántulas del arroz quedaba seccionado en planos de distintas alturas por el libre juego de los muros que delimitaban las terrazas. El agua brillaba con la luz del amanecer. Abandoné la pista y me adentré en las terrazas, siguiendo la pequeña giba de arcilla que delimita los cultivos. Me acerqué a un habitante solitario que, acuclillado, parecía profundamente ensimismado en sus meditaciones matinales; tres o cuatro años debía de tener; ¿te ha comido la lengua el gato?, le pregunté; pero nada, me miraba impasible como un señor gordo al que no le cupiera entender la presencia de un extraterrestre en sus dominios a tan temprana hora de la mañana y decidiera ignorarle del todo; le saqué un chorro de fotografías, pero ni se inmutó. Éste que aparece en la fotografía.

Luego las terrazas empezaron a multiplicarse; el motorista me miraba comprensivo cada vez que le hacía el ruego de que parara. Y me hice con una colección de rostros de niños. En realidad hoy debería callarme y atenerme al dicho dejando a las imágenes para que hablaran por sí solas.

Me dejó en un cruce de caminos. Allí me esperaría hasta la tarde. Me venían los recuerdos de nuestras caminatas en las selvas de América; montones de pájaros extraños me rodeaban; el sonido seco de madera hueca, quizás como cabe adivinar que sonaría el pico del tucán. Era hermosa esta soledad mañanera. El camino subía montaña arriba y, tras alcanzar un collado se precipitaba en un profundo valle. La vegetación no me dejaba tener una idea del conjunto. Después de una hora apareció la primera construcción de madera con un espaciosa terraza que se abría al entero valle de Batad, cientos de terrazas escalando todas las laderas a la vista. El pueblo ocupaba el centro de la parte baja del valle. Un estrecho sendero, que se transformaba en larguísima escalinata de cemento, conectaba todo aquel laberinto de terrazas.

Entré al museo por el tejado. Porque eso era para mí el espectáculo de las terrazas que se disponían a mis pies, un recorrido por las múltiples posibilidades de las formas, las luces y los colores. Armonías de líneas curvas que jugaban caprichosas encerrando en sus grosor de barro las tiernas plántulas del arroz. Un mundo de agua que me recordaba lugares dispares del planeta por motivos diferentes: la terrazas de las aguas termales de Pumacale, en Turquia, con parecidos jeroglíficos a éstos, pero compuestos por los chorreones calizos y pequeñas bañeras de agua caliente; también las formaciones a que daban lugar los géiseres de los altos del desierto de Atacama, en Chile, donde las formaciones kársticas se multiplicaban en mundos geométricos alrededor de las fumarolas. En el museo del mundo las armonías surgen a veces con una fuerza arrobadora, habitan en las selvas, en las arenas de los desiertos, en realidad pueblan el planeta por entero, simple arena que mueve el viento y las maravillas que encierran. Tuve una visión parecida a la de hoy en el desierto de Chinguetti, en Mauritania, una mañana en que, después de la lluvia de la noche, la arena tomó un bello color tostado; las líneas de los rizos que hacía el viento, las dunas, todo parecía un maravilloso museo moderno; en aquella ocasión no me faltó el recuerdo de Zóbel o de Tapies. Y puestos a ir con los ojos abiertos y la cámara preparada, la posibilidad de descubrir el complejo y bello mundo de los líquenes que cubren las rocas o los troncos de todo el mundo, auténticas obras de arte en tantas ocasiones. Alguna muestra aparece en este vínculo, una colección de fotografías a la que titulé Texturas. También la cabaña de Mario y Paula es un armonioso conjunto de colores y formas.


Al otro lado del valle caía una respetable cascada donde fue obligado tomar un largo reposo antes de comenzar el penoso regreso bajo el calor del mediodía. Siete horas de marcha por este museo de agua donde las filigranas de los muros y cultivos, los colores, las formas, emparentaban, como valiosos objetos de arte, con las mejores creaciones del hombre y la naturaleza.



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1 comentario:

  1. Después de pensar y pensar y estrujarme la cabeza, en pleno ayuno y alimentada a base de sirope, he tenido que consultar con la dependienta del videoclub...y tuve que arriesgarme entre Arma Letal II y La Quimera del oro. Sin duda, finalmente, tras reflexionarlo me decanté por la peli de Chaplin. Si he acertado espero un souvenir filipino.
    Besísimos
    La Gorda

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