Autobuses, uno, dos, hotel, dormir, levantarse, autobús, ferry. Si la vida es movimiento, esto es no parar, al menos de momento. Y es que resultó, además, que estamos en Semana Santa en la católica, más o menos, Filipinas, y rigen por tanto los hábitos de las vacaciones y los puentes propios de estas fechas; la gente viaja hacia algún lugar de la costa. El rastro de la religión, para eso sirvieron trescientos cincuenta años de colonización. Curiosamente la Santa Madre Iglesia quedó; aunque del castellano, el verbo, la lengua, mucho más débil que los omnipresente dioses, pese al Génesis, no restara ni su sombra. A los restos del castellano sólo se les encuentra en algunos topónimos, ciudades, pueblos, apellidos, nombres. Esta misma mañana pasé por Lavapies, Legazpi y Leganes, mira por donde. El día anterior pretendí comprar un ticket para el trayecto Manila-Cebú, en el centro del archipiélago que es el país, al norte de la isla de Bohol donde están las apacibles Chocolats Hills, pero nada, todo estaba hasta la bandera, plena temporada alta, tendría que esperar una semana si quería coger aquel barco. Así que mejor, buses locales, jeepneys, furgoneetas y un ferry cada vez que me encuentre con el mar.
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Ahora navego entre Batangas y la isla de Mindoro. El viaje se convierte a partir de ahora, y por muchas semanas, eso espero, en un saltar de una isla a la otra. Incluso puede darse que llegue a la gran isla de la barrera de corales y los canguros. Esto parece China, las calles de Manila, los autobuses, las salas de espera, los ferries; un hervidero de gente a cualquier hora del día esta parte del país.
Esta mañana el paisaje me parecía tan corriente (¿o era yo que andaba por otro universo?), tan poco atractivo, yo enfrascado en las páginas de un diario de Manila (ejercicio necesario de una mínima puesta a punto), que me dio por pensar, como tantas veces cuando viajo lejos, en nuestra bella España. Dan ganas de decirlo en voz muy alta para que se nos quite de encima ese deporte nacional, todavía en parte vigente, de hablar mal del propio país. Lo digo: hay que dedicar muchos años a conocer nuestra propia tierra, muchos; un inapreciable tesoro nuestro país, casi con toda seguridad la tierra más bella del mundo. Nada de chovinismo, es necesario haber viajado mucho para llegar a esta conclusión.

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Hoy la corta travesía del ferry está dando para mucho. Tendría que estar comiendo, pero lo mismo me da tiempo a terminar esta crónica ahora que estoy en trance. Levanto la vista; ahora la luz me ciega, la costa de la isla de Mindoro pasa plácidamente por encima de la borda coronada por un sombrero de nubes a la altura de la cumbre de Monte Halcon. Creo que estaba en esta mañana, y es que con tantos paréntesis uno se hace un lío; sí, decía que a punto estuve de dedicar esta mañana a otra cosa. Y la tal cosa no podía ser otra que el intento vano de desvestir a mi filipina de la noche anterior. Pero se me fue tanta fuerza en tener a raya a mi timidez y en el montaje de las películas que mi atención no fue capaz de retener ningún detalle significativo que me ayudara a tirar del hilo de la excitación. Vamos, un desastre, ni siquiera el balconcito del escote, nada. Probé perezosamente con otras imágenes, fue inútil, había una calma chicha en la hipófisis y sus alrededores, ni una brizna de viento, ni siquiera aquel recurrente sostén negro de algunas veces. Me tuve que conformar con fotografiar el alma del delito recostada su cabeza sobre mi pierna, casi asomándose al balcón de mi portátil en donde yo intentaba tomar algunas notas. Para qué despertarla, pobrecita... Así que cerré el negocio y decidí que durante el desayuno decidiría por donde iba a discurrir mi deambular de hoy. Contando con que el visado me vence en una semana y media, tampoco tengo mucho tiempo por delante. También tendría que valorar las recomendaciones del Ministerio de Asunto Exteriores de no viajar por Mindanao en estos momentos; la guía hace la misma indicación. La otra posibilidad pasa por alcanzar la isla de Palawan y desde allí tomar un ferry a Malasia, en vez de hacerlo a Indonesia desde Mindanao; pero allí el peligro no está en la guerrilla de los musulmanes que luchan por la consecución de un estado propio, sino el mosquito que produce la malaria. Ya veremos.
Todo el trajín que había acumulado desde que dejé las terrazas de Banue y Batad se ha posado suavemente sobre la apacible borda de este barco, sobre su ronroneo, sobre su nieve tranquila en cuyo rastro juegan en este momento las gaviotas. Ahora sí, ahora ya puedo irme a comer. Hasta otro rato.
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