He reunido en este blog la totalidad de un viaje de medio año de vagar por Asia, África y Europa; los post fueron apareciendo en su momento en las siguientes direcciones:


En esta ocasión he colocado las entradas por orden en que fueron escritas. El blog tarda algo en cargarse, pero en compensación se pueden ver todas las entradas en una sola página.




Poner a gozar la mente

Madrid – Qatar, 24 de marzo


Las palabras. El avión atravesaba el desierto que rodea el río Nilo. Las dos de la mañana. Tenía recientes unas palabras destacadas del libro que leía (El silencio de las cosas, de Francis Ponge). Poner a gozar la mente. Nuestra capacidad de gozo tiene una cercana relación con nuestra capacidad de crear; cuando creo, algo muy especial vibra en mí; me sumerjo, desaparece la ventana, el campo, los árboles, ahora soy otro instante, la vida circula vibrante desde mi cerebro a las yemas de los dedos; soy mi yo redescubierto, soy la amante contemplada en su intimidad cuando ella cree estar sola, soy la luz ambarina de un atardecer junto al mar, soy padre, hijo. Lo que al principio de la mañana eran formas anbiguas moviéndose en la niebla va adquiriendo a lo largo de las horas consistencia y color, ya empiezan a perfilarse los personajes y sus circunstancias. Hacia el mediodía respiran, piensan, actúan, voy descubriendo el interior del hombre, de la mujer, sus pasiones, sus dolores, sus anhelos. Quizás con un poco de suerte escriba un hermoso párrafo, resucite un viejo recuerdo, caiga en el éxtasis de contemplar de cerca un precioso instante de mi pasado al que todavía ando sacándole el jugo.


Mi gozo durante estos últimos nueves meses -una larga gestación en un tiempo en que ya no era necesario trabajar para ganar un salario- viene de la mano de esta disposición artesanal, la del orbebre que de una pella de barro fabrica por la mañana un jarrón que a la tarde satisfará su gusto de mirar. Será la hora del gozo; la hora de saber de eso tan especial que experimento en mi trabajo de la mañana.


El pasaje del avión dormía en una plácida oscuridad, ni una luz más allá de la ventanilla, todo puro desierto, acaso el mar Rojo, ése que Moisés, con su inmenso poder prometeico pudo levantar, las aguas alrededor, el mar abierto en canal, para indicar que allá donde no llega la fuerza de los hombres basta echar un poco de imaginación y vestir a los dioses con los inconmensurables poderes de nuestros desvaríos para que todo el mundo quede tan contento. El trabajo literario de aquellos tiempos, de Betsabé probablemente, a fuerza de imaginación y de una credulidad perruna e ingenua, termina convirtiéndose en fe ciega, en pura teología.


Por las riberas del mar Rojo, del Eúfrates, del Tigris, caminaban ahora otros profetas, ahora no es Jehová, sino el petróleo, el elemento de litigio. La zarza ardiendo sin consumirse de Moisés ha sido sustituidas por otras creencias con las que seguir apacentando el rebaño, hacer lo que está en el propósito del poder; armas de destrucción masivas, lo llaman ahora. El hombre es crédulo hasta lo pacesco; incluso llegaron a inventar un término para obligar a creer al hombre por encima de toda evidencia; fe lo llamaron.


El mar Rojo, negro como el betún, quedó atrás. Debíamos sobrevolar ya la península Arábiga, cuando mis pensamientos se me fueron por ciertos detalles de un correo recibido días atrás. Mi siempre polémica X había despachado días atrás su intemperancia contra uno de los gestos más entrañables del ser humano: la caricia, tierna y emocionada caricia, aunque fuera de despedida. Verdad es que estaba terriblemente furiosa; pero ni con esas, el caso es que días después lo había olvidado totalmente. Cuando se lo hago notar, me responde que probablemente a las palabras no hay que darles tanta importancia y que no vamos a hacer como los políticos, que pasan la vida polemizando sobre lo que han dicho o han dejado de decir. Y claro, oyendo esto se me cae el alma a los pies. Vamos, que las palabras no tienen la menor importancia; y claro, me pregunto entonces, las palabras, el instrumento con el que nombramos el amor, las pasiones, los sentimientos, las emociones, si no sirven para ofrecer al otro nuestros pensamientos y anhelos, para qué coño servirán entonces.


¿Son las palabras y su significado tan delgados, tan carentes de entidad, tan frágiles? ¿Lo que dicen las palabras, qué duración han de tener, uno, dos días, acaso tres? Mi amiga demuestra poco respeto por las palabras.


¿Cómo habrán de servir las palabras al gozo y satisfacción personal, si significante y significado quedan descoyuntados en el encuentro, efímeros en su consistencia, carentes de consistencia? Que los bribones utilicen las palabras como herramienta de poder y engaño, es coherente tanto con la ignorancia de los que creen lo que se les dice como con la catadura moral de quienes enhebran el discurso directamente dirigido al engaño.

Ahora, tras una obligada escala en Doha (Qatar), volamos sobre el golfo Pérsico. El exterior es una esplendente masa de luz que obliga a entornar los ojos.

Concedamos credibilidad a las palabras, que no sea necesario rociarlas con ácido sulfúrico para saber su son de buena ley, si esconden la ponzoña de la mentira o la carga letal del menosprecio. Más, puestos a ejercer de artesanos (o de amantes, tanto monta en todo caso), artesanos más o menos hábiles de la palabra, puestos a hacer del lenguaje una fuente de gozo, que no de sombras, ¿cómo dejar de ser respetuoso con las palabras, cómo no mimar lo que es la fuente de nuestro placer?

La gran ereccion

Qatar-Manila, 24 de marzo


Los prepotentes. Volábamos sobre Pakistán, extensas superficies cubiertas de sal rodeaban el agua rizada y azul cuando me dormí profundamente. Antes me había dado tiempo a colocarme el antifaz que me protegía de la luz. Pasaron algunas horas. Cuando metí el dedo por debajo de la tela para mirar fuera, en el espacio del avión había un lecho de oscuridad. Levanté la cortinilla deslizante del óvalo de mi ventana, una luz ambarina iluminaba el ala norte del avión. Debíamos haber atravesado ya la India y Birmania; quizás estaríamos sobre Laos o Vietnam. Gratos recuerdos de mi último viaje a Oriente.


Mi compañera de viaje, una mujer filipina de unos cuarenta años, me ofrece unas chucherías.

-Thank you –le digo con una sonrisa bobalicona de recién despertado.

Paso por el baño, pido un vaso de agua con hielo, vuelvo a mi asiento. Ya sólo queda una línea de luz hacia la cola del avión. Estoy despejado. Departimos un largo rato sobre temas relacionados con el país. Por la televisión pasan la misma película de anoche; infinitas y espectaculares persecuciones, gente hierática, lista, hábil, especialistas en todas las artes marciales y atléticas, guapos, ricos, expeditivos, despectivos, suficientes, un tipo de héroes que evidentemente actúa en un escenario de cartón piedra en donde es necesario forzar el gesto en un primerísimo plano para fijar sobre la retina del espectador la fuerza bruta de la determinación. Un pulso a la altura simultánea de un malabarista, un héroe homérico, un ingenuo bruto que se pasa la película con careto de impenetrable del que no se desprende en ningún instante. Héroes para el siglo XXI. La chaqueta metálica, Apocalipsis Now, algunos de los instrumentos del poder. Grandes dosis de prepotencia, como la sufrida por esos 650.000 muertos de Irak. Están por todos los lados, rondan en las aulas de los institutos, se yerguen bajo las estrellas de la bandera norteamericana, se arraciman en los gestos y las palabras de ese ridículo personaje español del bigotillo al que naúseas me da nombrar.

Prepotentes del mundo. Pasaba cerca del espacio aéreo de Camboya; recordamos a ......... Vietnam, recordamos el napalm. Ayer era Palestina, recordamos Israel y la masacre de palestinos. También está Ferdinand Marcos en la cercana ya Filipinas. Su enorme fortuna personal se montó con los restos del material bélico que dejaron los americanos en el país tras la Segunda Guerra Mundial. Dictadura, la ley marcial, violencia, extorsión. Más prepotencia. Los asnares, los bushs, los blers, la plaga de la Tierra, la suficiencia que exporta hoy en la película Hollywood y que vuela conmigo acompañando mi vuelo a Manila.

Pero significativamente dotados de “nobles sentimientos”; todos quieren hacer un mundo mejor (para ellos, se entiende) desde sus matanzas y extorsiones. Marcos. También, como un bardo, quiso hacer un gesto vistiendo el nombre de su país con las prendas de los conceptos nobles; propuso renombrarlo con la palabra tagala de Maharlika, cuyo significado común era hombre noble... eso hasta que un académico hizo la observación de que la palabra en cuestión ostentaba la segunda acepción de “gran erección”. No era propio, claro, nombrar a un país de ese modo. También Franco hizo de España Una, Grande y Libre.

Hay que trajinar mucho con las palabras para que a uno no le vendan gato por liebre. Es obligado estar atentos y filtrar durante años el mensaje subliminal que los medios nos transmiten; la prepotencia del que tiene el poder puede convertir la arcilla virgen de cualquier ciudadano en carne de cañón; y miremos si no ese gentío cuyo rebaño apacienta últimamente ese otro señor del PP. Unos pocos kilómetros de celuloide proveniente de Hollywood bastaron para mandar al carajo trescientos cincuenta años de presencia española en Filipinas.

A la busqueda de las intuiciones

Manila, 26 de marzo


El discreto caminar de una mosca por mi brazo derecho; pum, la espanto; pero me ha sacado de mi lectura; dejo a un lado el libro de Francis Ponge. No, la ventana está protegida contra los bichos alados. Me doy la vuelta y date, ahí está, una de esas cucarachas voladores de medio metro que habitan los países asiáticos. Ya había descubierto ayer su presencia, corría pies para qué os quiero por la pared del rincón, junto al gran espejo del fondo. Mientras que fui a por un poco de papel higiénico para aplastarla, ya había ganado suficiente altura en el muro como para ponerse fuera de tiro. Luego la volví a ver esta mañana junto al cielo raso, se mantenía a distancia. Pero mira por donde en esta ocasión fue instantáneo, un papirotazo con El silencio de las cosas, la dejó patidifusa. Me fui al cuarto de baño, volví y recogí sus restos en el blanco sudario del papel higiénico. Ya podía continuar con mi lectura: “Rameau quiere estudiar la naturaleza para elegir colores y matices rigurosamente sorprendentes que justifiquen la audacia de sus intuiciones”. Y es que de eso se trataba, de leer, porque habiéndome levantado tarde probé a dar una vuelta por Malate sin que la cosa llegara a cuajar. Demasiado calor y demasiado plano todo a esta hora infausta del mediodía; así que me vino de perlas encontrarme con un gran supermercado; compré algunas cosas para comer y decidí refrigerarme en mi habitación; agua para tomar todas las duchas que quiera y un ventilador de techo que adelgaza notablemente el calor del trópico. Ahora estamos con las intuiciones, que en el caso de Rameau eran audaces.

No, si te digo... y es que por el rabillo del ojo me llegó la visión de otra extraña presencia, tan grande esta vez que no sé si es un ratón... sí como aquellos que en una habitación de Nueva Delhi se ponían por tríos a observarnos desde los montículos de nuestras botas. Aquellos sí que eran simpáticos. Te incorporabas un poco y bajaban de la bota y se ponían a observar el panorama veinte centímetros más allá; y como no sucediera nada volvían a escalar la pendiente herbosa de la caña de la bota hasta su misma cumbre. No, ya, el bicho de hoy –volvió a pasar contoneándose pero vivo- es otra cosa, es desconfiado y huraño; se trata de un pariente cercano de aquel que yace navegando en este momento dentro de su sudario por las tuberías de desagüe del hotel; se largó bajo la cama. En Guatemala, en un espacioso cuarto de baño, recuerdo que pasaba largos ratos echándoles miguitas como a los pájaros para poder atraparlas; pero tampoco se dejaban coger. Cuando ibas al baño salían de sus escondrijos entre los baldosines y se quedaban igualmente mirando. En Marrackes sin embargo, en un hotel junto a la plaza Jemaa el Fna, las cucarachas, largas y gordas como lagartijas empachadas, hacían ejercicios de vuelo; parecían murciélagos. Éstas eran audaces como las intuiciones de Rameau.

Una de las ventajas que proporciona andar por el mundo es tener a mano la posibilidad de estímulos cambiantes y multiformes; pues de la misma manera que hay genios que no necesitan enamorarse para escribir versos de amor, también hay gente menos dotada a la que no suele venir mal que su retina sea impactada por juegos de luces y sombras no habituales, ya que de gran parte de esos estímulos va a provenir la posibilidad de pergueñar algo tangible; porque de la misma manera que a un ebanista no le sirve sólo la madera para fabricar un mueble sino que necesita previamente tener idea de qué tipo de obra va a hacer, al que escribe no le bastan tan solo las palabras, que necesitará con seguridad de la gracia de las intuiciones tanto o más que de su capacidad para juntar palabras. Es por ello que me parece oportuno viajar, porque es una actividad que permite observar la naturaleza y las gentes que la habitan, lo que a su vez ofrece la oportunidad de elegir colores y matices con los que uno se encuentra en el camino, y que de vez en cuando sirven para juntar palabras de modo tal que su conjunto pueda, o formar ideas que interesen a algún potencial lector, o resultar simplemente atractivo en función de su sonoridad, su modo de articularse, su complejidad; una belleza que puede provenir de aspectos muy diferentes del texto en donde tanto lo insólito como el buen oficio tienen parte.

La supercucaracha no volvió a aparecer. Sólo espero que si esta noche me corre por la cara no me entere. Fijaciones de cuando uno era infante y las cucarachas habitaban las casas de la posguerra. Las influencias culturales de nuestro área occidental son determinantes con algunos bichos, ratas, cucarachas, culebras. Los tópicos aparecían con frecuencia en los tebeos de la infancia; donde había un ratón había una mujer haciendo malabarismos para ponerse fuera de su alcance. El chasquido de una cucaracha despachurrada tiene con toda seguridad su codificación de cosa desagradable en alguna parte del cerebro.

Espero de días futuros que la calidad de las intuiciones que me visiten sigan proporcionando material suficiente tanto a mi escritura como a mi cámara fotográfica. Mañana parto hacia el norte de Luzón, la cordillera en donde se asientan las terrazas de los arrozales de Banaue y Bantad, que construyeran los primitivos Ifugao hace más de dos mil años.

El rumor de las hojas

Manila, 27 de marzo

“Todo lo que constato es que si no hubiera instrumentos no habría música” (Francis Ponge. El silencio de las cosas). Acaso la escritura nace de la resistencia que ofrecen las cosas, cuando tropezamos con ellas, cuando lo hacen entre ellas mismas; de la resistencia del árbol al viento nace el rumor encantado de sus hojas; del encuentro de las manos y el instrumento nace la música. Del encuentro del viajero con la gente y el paisaje nace también esta necesidad de escribir.

Mientras escribo los altavoces de la plaza recitan una sonata de Beethoven... Y sin embargo tanta belleza que no vemos, o que no oímos. Después de que se haya producido el regalo de las muchas coincidencias que deben confabularse para que la música llegue a nuestro cerebro, una cantidad maravillosa de órganos e instrumentos, todavía es necesario otro salto importante: el hecho de que nuestra atención esté puesta en lo que oímos. Tras tantos eslabones el milagro de la música.

El mar se expresa; el ala del avión recibiendo el último sol del día cuando ya hace tiempo que en el pozo oscuro de la Tierra se hizo de noche, se expresa; la calle es un hervidero de palabras, un parloteo continuo, se expresa.

Salgo del hotel. ¿Me habré sacado los tapones de cera de los oídos?, ¿habré limpiado las legañas de mis ojos? No, esta mañana no debí de darle suficiente tiempo a mi cuerpo para ponerle en disposición de entrar en el mundo. Sin embargo ahora yo y mi viaje somos casi la misma cosa, una interpelación continua de la hora y de lo que cruza frente a mis ojos; la música que suena es la que surge del roce entre mi yo y lo que no es mi yo. El mundo se expresa y yo oigo al mundo; hoy en otra terraza algo más alejada del mar, donde no llegan los mosquitos pero sí una agradable melodía al piano que hace bailar a su ritmo el agua multicolor de la fuente del parque.

Después de las once de la noche las calles y las terrazas están abarrotadas; hay una tranquila paz en el ambiente. Acabé hace un rato mi chai tea latte. La calle muestra una parte de su corazón; también ayer en el hacinamiento de algunos rincones del barrio de Intramuros, donde apenas había espacio para moverse, pero en cuyas calles los niños jugaban en la vía pública junto a la catedral. Yo por mi parte muestro una parte del mío, y así lo que sale de mí y aquello que parte de la calle, celebran su encuentro con el gozo sutil que de ello mana, y al que en este momento no es ajeno ni la calidad tibia de la noche tropical ni la encantadora sonrisa de la camarera que me sirvió el té.

Como saber enteramente de los porqués de nuestros gozos no es fácil, mejor atenerse al testimonio que dejan las sensaciones, ese agradable bienestar de ocioso observador. Sin embargo no quisiera aparecer demasiado optimista produciendo la falsa impresión de que esto es una panacea, porque si en definitiva lo que buscamos es el movimiento para huir de los lugares comunes o del aburrimiento, para escapar del vacío ante la falta de sentido de la vida, siempre cabrá la posibilidad de enzarzarse en una actividad febril con el objeto de perder de vista la única verdad que no tiene vuelta de hoja. Lo que realmente estaría expresando sería la necesidad de salir de un “insípido artificio” de reiteraciones, con lo que mis palabras serían más bien la formulación de un deseo que el retrato de una realidad.

Y no es deseo espúreo, ni evasión, ni huida esto de marcharse a patear mundo (como hace días parecía indicarme mi amiga Raquel), sino simplemente búsqueda de espacios, situaciones, circunstancias que aporten la conveniente variedad que la vida necesita. Sí, que la vida necesita; que ya está bien. Tras un largo periodo de treinta y muchos años de laborar y estar con la nariz pegada a realidades, que por muy loables que pudieran ser (que tampoco es para echar todos los tiempos de escuela a rodar por los suelos) no dejaba de ser con frecuencia labor de espantar moscas cuando se trataba de establecer unos criterios básicos sobre el significado de la palabra educar. Y es que además de que el sistema invierta poca inteligencia y ganas en hacer un trabajo bien hecho, que mucho se va de cara a la galería, todo se erosiona por falta de un interés real en el cometido que compete a la escuela. Finge para no tener que llorar, aparentar que se está haciendo algo de “suma importancia”, mover papeles, justificar nuestra afiebrada celeridad, poner cara de serios y circunspectos (tantos inspectores que apenas saben donde tienen su mano derecha). Y mientras, los años pasan y nos vemos obligados a mirar a otros lugares en donde el tiempo se va desgranando con cientos de millares de muertos, que serán el precio con que conseguir abaratar los costos de nuestras calefacciones y de nuestros transportes. Sí, una escuela que da pena, que produce hombres amorales e insolidarios; porque la buena gente, los buenos ciudadanos, no hacen estas cosas, no apoyan a los cretinos de la guerra.

...Que ya está bien. Sí, escribo con tristeza estas palabras, querer descansar, querer ocuparse en otras cosas, mostrar un espíritu desesperanzado frente a esta sociedad excesivamente ocupada en consumir y trabajar.
Quizás llegue un día que vuelva a emplear mi tiempo en quehaceres sociales. Ahora siento que llegó la hora esa última del Cándido, de Voltaire. Si a Cándido le cupo cultivar una huerta, a nosotros nos puede venir bien intentar hacer un poco de música para el consumo propio.

Quizás haya que buscar una síntesis entre una variedad que nos libre del mecanismo insípido de un movimiento sin contenido y un acercamiento a esa clase de unidad que Joseph Conrad gustar nombrar como el ser interior.

Quizás esa síntesis nos dicte en otro momento la necesidad de volver al tajo.

Baguio, la ciudad misteriosa

Sagada (norte de Luzon), 29 de marzo

En la variedad está el gusto, decía mi madre. El agradable ruido de la lluvia sobre los tejados de cinc y la vegetación del patio. Un día y medio de autobús en dirección norte me ha dejado en Sagada, una aldea en medio de las montañas , las Kalinga Mountains. A nace place, decía mi acompañante de autobús. Buen lugar para no empezar a correr como otras veces, sí, esa enfermedad de quien sale de casa y no para hasta terminar de dar la vuelta al mundo. Los pinares comparten las laderas con la vegetación tropical y las terrazas de los arrozales.

Hablaba el otro día de cierta búsqueda de la variedad como una de las esencias del viaje, estímulos nuevos que alivien del círculo de las reiteraciones. No son ya los años aquellos de un primer viaje a la India en que todo era tan sorprendente, el impacto de la calle, los olores, la gente, el tráfico trepidante de Old Delhi. Ha pasado ya mucho tiempo de aquello y no en vano la apisonadora de la experiencia (a veces es eso cuando nos priva de la frescura de lo nuevo) va poco a poco disminuyendo esa capacidad que tenemos de sorprendernos ante lo inesperado, lo rotundamente nuevo. También es cierto que elegir para un largo viaje la India fue juntar un buen manojo de los mejores atractivos en un solo viaje.

Desde este punto de vista ahora todo es más liviano. Entre otras cosas encontrar dificultades y resolver problemas formaba parte del viaje; lo inesperado estaba a la vuelta de cada esquina, y por supuesto más y más cuanto más lejos estuviéramos del turismo organizado. Es lo de siempre, nos venden la seguridad, la comodidad, el todo a punto, y al final apenas nos queda un resquicio para descubrir algo por nuestra cuenta. Incluso tenemos el atrevimiento y la poca inteligencia de ver fotografías a montones de los lugares donde vamos a ir, podemos sobrevolar con el GoogleEarth las montañas y las ciudades, leer en abundancia sobre el lugar en cuestión. Vamos, que a poco que nos descuidemos dejamos reducido el viaje a su mínima expresión. Las sorpresas abundan poquito.

Ayer, por ejemplo, estaba al límite de la sorpresa, pero apenas llegó la luz del día ésta se desvaneció. El autobús, después de nueve horas de rodar desde Manila en dirección norte, había entrado en Baguio de noche en medio de una niebla que bailoteaba en las calles produciendo la extraña sensación de no poder definirlo ni como bosque ni como ciudad. La nula iluminación pública acrecentaba el aspecto de un mundo de gnomos o algo así; pero era un bosque oscuro y neblinoso por donde transitaban autobuses y todo tipo de vehículos. Luego un taxi me llevó por algunas rampas solitarias hasta mi hotel. Estaba intrigado yo con esta ciudad misteriosa. Cuando un momento después salí del hotel para darme una vuelta, la niebla había desaparecido, pero no se veía ni pijo, la calle era pura boca de lobo en donde de vez en cuando me cruzaba con algún transeúntes. Por cierto, gente de todo tipo, chicas jóvenes, ancianos, la oscuridad no era un refugio de ladrones ni violadores. Después de una esquina descubrí sin embargo sobre un promontorio una fiesta de luces. Hacia allá me fui; resultó ser el complejo comercial más chuli que había visto en mucho tiempo; estaba en lo alto de una loma. Desde allí se veía la fachada de una catedral, eso o poco le faltaba. El cielo estaba cuajado de estrellas, con Orión en medio, y bajo las estrellas, salvo la iglesia, todo negro con alguna que otra débil luz salpicando la ladera de la montaña. Se me hizo tarde cenando; cuando abandoné el restaurante, echaron el cierre detrás de mí. Habían apagado las luces de las cuatro plantas del complejo comercial y las escaleras mecánicas dormían ya como benditas. Tuve que buscar la puerta a tientas. Sólo me crucé con algún empleado de la limpieza. Fuera era una masa de betún. Pues bien, a la mañana siguiente el misterio había desaparecido, ahora ya no era la ciudad misterio ni la boca de lobo, sino la ciudad tobogán, la gente se había echado a la calle y las aceras y las calzadas estaban abarrotadas por los chiringuitos y los automóviles, todo ello aprovechando las laderas de las lomas por las que subían y bajaban las calles y que la noche anterior me habían parecido refugio de gnomos y lobos. Fueron los americanos los que tuvieron la ocurrencia de levantar esta ciudad aquí poco después de la Segunda Guerra Mundial. El resto del día fue de lo más normalito, si quitamos la incomodidad y el susto continuo de viajar en los asientos traseros de un autobús desvencijado que tan pronto corría por asfalto como subía y bajaba abruptas pendientes de tierra. Pero como la compañía era grata, pues la cosa se llevaba bien, y es que los filipinos son gente amable y sencilla; da gusto ver a los adolescente por la calle, en el tren, en los transportes públicos; tan sencillos que a uno le dan ganas de quedarse aquí para no volver a ver más a todas aquellas pandas de adolescentes con los que uno tiene que compartir el tren de cercanías o el metro de Madrid.

Así que mi variedad, mi sorpresa de anoche fue puro juego de luces y sombra. Pasa a veces, incluso a la plena luz del día. Por ejemplo un día estás leyendo tranquilamente en una plaza pública de Huarás, en la Cordillera Blanca (Perú), con tus pertenencias al lado mientras esperas a tu compañera que ha ido a comprar el pan, y plas de golpe te encuentras corriendo a toda leche detrás de un tío que te ha robado un macuto y huye subido en la parte trasera de una moto. Pues quién me iba a decir a mí que tan tranquilo estaba leyendo al cínico y simpático Italo Calvino que así de golpe unos minutos después mi corazón iba a experimentar un terrible bombeo que a punto estuvo de producirme un síncope; y es que en la puna uno debe andar tranquilito y respirar hondo porque enseguida el sistema respiratorio y el corazón se alteran. Pues ni así, corre que te corre, entrando el aire en mi cuerpo como un puñal y el corazón toptop toptop toptop, diciéndome para, tío, que me muero, y yo que nada, que a mí no me roba un mamón de mierda, y pensando que como había mucho tráfico la moto tendría que parar... pero nada, ni flores. Que casi me muero a los pies del Huascarán. Cosa tonta que habría sido sin lugar a dudas, desde luego, porque morirse allí escalando aquella hermosa montaña podría ser como ganar el cielo sin más, pero morirse por perseguir a un caco, o mejor por un exceso de amor propio inesperado (¡a mí no me roban!) habría sido la cosa más ridícula del mundo.

El personaje de la novela que leo, The New York Trilogy, de Paul Auster, y que tiene aspecto de escritor aburrido, en este momento está leyendo El libro de las maravillas, de Marco Polo. Yo de aquel libro recuerdo pocas cosas, pero seguro que no lo volvería a leer, como no fuera para repasar alguna de las curiosas costumbres que salpican el libro. Y es que los libros de viaje son un peñazo, no todos pero sí la mayoría de ellos. Por qué ese personaje, que además escribe novelas de misterio, lee precisamente a Marco Polo, es una pregunta que no sabría responder. Yo de muchacho me tragaba las novelas de Salgari, pero eso era diferente, lo que yo quería entonces era vivir aventuras sin cuento, seguir al Jabato y al Capitán Trueno era uno de los mejores atractivos de la semana; y si además se terciaba ver alguna película de Tarzán, que no siempre uno tenía las cinco pesetas que costaba la entrada, pues mejor que mejor. Queremos vivir lo extraordinario; nuestra vida diaria está tan carente de cosas fabulosas e inauditas que es normal, siempre queremos lo que no tenemos. Sin embargo el personaje no es un muchacho, es un adulto y, además, un adulto aburrido; y una persona aburrida no echa mano de ese libro. Por ahí andan los tiros, que además de hacernos mayores nos caiga la desgracia de hacernos aburridamente escépticos; y es que el panorama no da para mucho, al menos en mi caso que soy un lector de periódico que no pasando casi nunca de la primera página tiene la sensación de que una enorme cantidad del día a día es pura rechifla para entretener al personal.

Armonía

Las terrazas de Banaue y Batad. Hoy debería contar que me levanté antes del amanecer y que dormí mal, probablemente ante la expectativa del día siguiente, o quizás debido el temor de dormirme. Pero ya veremos, porque lo que realmente me interesa es hablar de armonía, de las cosas que me encontré durante el día, y que pertenecían más al dominio del arte que al de la agricultura. De momento la tarde anterior ya me tocó discutir con el dueño de la moto por motivo del horario. No entendía que quisiera salir de noche, al filo del alba. Ya nos sucedió en otras ocasiones. El más notorio cierto día que queríamos ver amanecer desde en el río Li, en China.

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Primero fue convencer al patrón y luego, a las tres de la mañana, sacarles de la cama. No se lo creían los tíos; al final aclaraba ya cuando la proa enfiló hacia los hermosos pináculos calcáreos cuyas picorotas vestían el color ámbar de la madrugada. Ni a los conductores ni a los barqueros les gusta madrugar; y a los turistas no les llega tanto la curiosidad como para darse un madrugón y litigar con los lugareños. Fue una magnífica experiencia que terminó más o menos cuando el sol empezó a caer plano sobre el agua y las montañas. Es importante la luz. Hoy, cuando regresaba, después de caminar cinco horas, me crucé con un grupo de franceses, el sol caía haciendo añicos las cosas, los franceses verían una mínima parte del espectáculo que la naturaleza y el trabajo de los hombres habían representado desde la hora del alba. En ese momento el valle parecía como cansado, abrumado por el calor del mediodía, había que buscar la sombra para recuperarse de la fatiga de las escalinatas.

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Por cierto, ¿a qué pelicula pertenece esta fotografia?

Pero mejor empezar por el principio. Este es el reino del prestigioso pueblo de los Ifugao, una gente laboriosa que ocupó las Kalinga Montaines durante dos milenios convirtiendo sus empinadas laderas en vergeles de extensas terrazas de arrozales. Hoy, en el valle de Batad, donde se levantó este asombroso mundo de terrazas, se admira este trabajo como la octava maravilla del mundo. Días atrás, en Sagada, había tenido la oportunidad de ver a dos ancianos trabajando la tierra con lo que debía de ser el apero principal que usaban en estos lugares desde hacía dos mil años; armado con un palo de unos dos metros y medio, al que se habían sacado punta en un extremo, desraizaban la maleza y araban la tierra. No parece que usaran otras herramientas entonces que éstas de los ancianos, manos y palos para el inmenso trabajo de transformar la montaña en un increíble graderío.

De todos modos no era este el aspecto que más me interesaba hoy. A poco más de un kilómetro mandé parar al conductor de la moto (un viejo trasto con séicar para más precisión); la primera luz rasante del amanecer caía sobre las terrazas formando un delicioso cuadro en donde el verde intenso de las plántulas del arroz quedaba seccionado en planos de distintas alturas por el libre juego de los muros que delimitaban las terrazas. El agua brillaba con la luz del amanecer. Abandoné la pista y me adentré en las terrazas, siguiendo la pequeña giba de arcilla que delimita los cultivos. Me acerqué a un habitante solitario que, acuclillado, parecía profundamente ensimismado en sus meditaciones matinales; tres o cuatro años debía de tener; ¿te ha comido la lengua el gato?, le pregunté; pero nada, me miraba impasible como un señor gordo al que no le cupiera entender la presencia de un extraterrestre en sus dominios a tan temprana hora de la mañana y decidiera ignorarle del todo; le saqué un chorro de fotografías, pero ni se inmutó. Éste que aparece en la fotografía.

Luego las terrazas empezaron a multiplicarse; el motorista me miraba comprensivo cada vez que le hacía el ruego de que parara. Y me hice con una colección de rostros de niños. En realidad hoy debería callarme y atenerme al dicho dejando a las imágenes para que hablaran por sí solas.

Me dejó en un cruce de caminos. Allí me esperaría hasta la tarde. Me venían los recuerdos de nuestras caminatas en las selvas de América; montones de pájaros extraños me rodeaban; el sonido seco de madera hueca, quizás como cabe adivinar que sonaría el pico del tucán. Era hermosa esta soledad mañanera. El camino subía montaña arriba y, tras alcanzar un collado se precipitaba en un profundo valle. La vegetación no me dejaba tener una idea del conjunto. Después de una hora apareció la primera construcción de madera con un espaciosa terraza que se abría al entero valle de Batad, cientos de terrazas escalando todas las laderas a la vista. El pueblo ocupaba el centro de la parte baja del valle. Un estrecho sendero, que se transformaba en larguísima escalinata de cemento, conectaba todo aquel laberinto de terrazas.

Entré al museo por el tejado. Porque eso era para mí el espectáculo de las terrazas que se disponían a mis pies, un recorrido por las múltiples posibilidades de las formas, las luces y los colores. Armonías de líneas curvas que jugaban caprichosas encerrando en sus grosor de barro las tiernas plántulas del arroz. Un mundo de agua que me recordaba lugares dispares del planeta por motivos diferentes: la terrazas de las aguas termales de Pumacale, en Turquia, con parecidos jeroglíficos a éstos, pero compuestos por los chorreones calizos y pequeñas bañeras de agua caliente; también las formaciones a que daban lugar los géiseres de los altos del desierto de Atacama, en Chile, donde las formaciones kársticas se multiplicaban en mundos geométricos alrededor de las fumarolas. En el museo del mundo las armonías surgen a veces con una fuerza arrobadora, habitan en las selvas, en las arenas de los desiertos, en realidad pueblan el planeta por entero, simple arena que mueve el viento y las maravillas que encierran. Tuve una visión parecida a la de hoy en el desierto de Chinguetti, en Mauritania, una mañana en que, después de la lluvia de la noche, la arena tomó un bello color tostado; las líneas de los rizos que hacía el viento, las dunas, todo parecía un maravilloso museo moderno; en aquella ocasión no me faltó el recuerdo de Zóbel o de Tapies. Y puestos a ir con los ojos abiertos y la cámara preparada, la posibilidad de descubrir el complejo y bello mundo de los líquenes que cubren las rocas o los troncos de todo el mundo, auténticas obras de arte en tantas ocasiones. Alguna muestra aparece en este vínculo, una colección de fotografías a la que titulé Texturas. También la cabaña de Mario y Paula es un armonioso conjunto de colores y formas.


Al otro lado del valle caía una respetable cascada donde fue obligado tomar un largo reposo antes de comenzar el penoso regreso bajo el calor del mediodía. Siete horas de marcha por este museo de agua donde las filigranas de los muros y cultivos, los colores, las formas, emparentaban, como valiosos objetos de arte, con las mejores creaciones del hombre y la naturaleza.



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El sueño de la razón...

Batanga-Calapan, 3 de abril

Autobuses, uno, dos, hotel, dormir, levantarse, autobús, ferry. Si la vida es movimiento, esto es no parar, al menos de momento. Y es que resultó, además, que estamos en Semana Santa en la católica, más o menos, Filipinas, y rigen por tanto los hábitos de las vacaciones y los puentes propios de estas fechas; la gente viaja hacia algún lugar de la costa. El rastro de la religión, para eso sirvieron trescientos cincuenta años de colonización. Curiosamente la Santa Madre Iglesia quedó; aunque del castellano, el verbo, la lengua, mucho más débil que los omnipresente dioses, pese al Génesis, no restara ni su sombra. A los restos del castellano sólo se les encuentra en algunos topónimos, ciudades, pueblos, apellidos, nombres. Esta misma mañana pasé por Lavapies, Legazpi y Leganes, mira por donde. El día anterior pretendí comprar un ticket para el trayecto Manila-Cebú, en el centro del archipiélago que es el país, al norte de la isla de Bohol donde están las apacibles Chocolats Hills, pero nada, todo estaba hasta la bandera, plena temporada alta, tendría que esperar una semana si quería coger aquel barco. Así que mejor, buses locales, jeepneys, furgoneetas y un ferry cada vez que me encuentre con el mar.
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Ahora navego entre Batangas y la isla de Mindoro. El viaje se convierte a partir de ahora, y por muchas semanas, eso espero, en un saltar de una isla a la otra. Incluso puede darse que llegue a la gran isla de la barrera de corales y los canguros. Esto parece China, las calles de Manila, los autobuses, las salas de espera, los ferries; un hervidero de gente a cualquier hora del día esta parte del país.

Esta mañana el paisaje me parecía tan corriente (¿o era yo que andaba por otro universo?), tan poco atractivo, yo enfrascado en las páginas de un diario de Manila (ejercicio necesario de una mínima puesta a punto), que me dio por pensar, como tantas veces cuando viajo lejos, en nuestra bella España. Dan ganas de decirlo en voz muy alta para que se nos quite de encima ese deporte nacional, todavía en parte vigente, de hablar mal del propio país. Lo digo: hay que dedicar muchos años a conocer nuestra propia tierra, muchos; un inapreciable tesoro nuestro país, casi con toda seguridad la tierra más bella del mundo. Nada de chovinismo, es necesario haber viajado mucho para llegar a esta conclusión.


El paisaje hoy aquí es hermoso, y más con este vientecito que acaricia el cuerpo desde que el barco se puso en marcha. Una suave calina filtra la cruda luz del trópico y llena la instancia del horizonte con los amortiguados colores de una aguada azul. El runrún de los motores y la nieve de las olas que nacen de la quilla y juegan junto al casco disolviéndose poco a poco en el prusia del agua de popa, tejen un ritmo apto para la contemplación y los recuerdos. Ese es el compás que marca el momento en este improvisado pentagrama mañanero que resultó de despertarme y dedicar cinco minutos a pensar qué iba a hacer yo hoy con mi cuerpo. Me encanta eso despertarme en blanco, sin proyectos, y dedicar el tiempo del continental breakfast a determinar por donde va a ir a parar el curso de los acontecimientos próximos. Esta mañana a punto estuve de dedicar mi tiempo a otros menesteres pero no logré que los hados me acompañaran en el intento. Y es que ayer noche, en la concurrida Adriatico Street del animado barrio de Ermita, tuve un agradable encuentro con un animal de mi especie, aunque de distinto género. Tropecé –uno siempre tan despistado-, miré el objeto de mi tropiezo, me disculpé, no huí (¡bravo yo! aplausos para el tímido), y como no se me ocurría nada para parar el tiempo, le pregunté por los Robinson, un supercentrocomercial en plan Hollywood que debe de andar cerca... y empezó a indicármelo; y era tan bonita de hacer salir pitando al tímido más pintado; y corta la explicación, como quien cambia de propósitos, y va y me dice que si no querría unos masajes, esa típica oferta que anda por las calles de las principales ciudades del Extremo Oriente y que yo miro desde mi viaje solitario como si se tratara de escalar una pared de gran dificultad (uno es así, qué le vamos a hacer. La última vez que me pasó algo parecido, una madrugada en una concurrida calle de Bankog, me puse tan rojo y acelerado y a punto estuve de salir corriendo)... Y es que esta vez su gesto era tan natural, y la chica me gustaba tanto, a mí, el estrábicomediosordo de costumbre, que en seguida noté un ligero temblor de mis piernas. A la virgen pondría yo una vela para dejar de ser como soy aunque sólo fuera por un par de horas de vez en cuando. Pero no había virgen, que estaba yo solito ante el peligro en mitad de la calle, como en la peli, solito ante mis propios fantasmas. Y, además, ella insistía cordialmente. La verdad es que no hice mal papel (más puntos para el tímido), me atreví incluso a sonreír y a decirle quedamente: ¿only massage?; lo que provocó la encantadora risa de ella y un convencido let’s go para indicarme que la siguiera. ¡Ay, mis piernas! ¡qué temblaera! Y es que esto era más grato que hacérselo con una cabra (recuerdas ¿verdad?). Uuuummm, pero de repente en lo hondo de la noche empezaron a ulular los lobos: secuestrado, robado, comido a cachitos por alguna hembra de armas tomar y su chulo. Sí, recordemos el grabado de Goya, El sueño de la razón produce monstruos. Así que mi encantadora filipina empezó a perder su candoroso aspecto y se convirtió de pronto en un ogro dispuesto a engullirme enterito. Y, además, aparecía un monstruo detrás de otro, unas veces mi virilidad quedaba maltrecha como engullida en un yoni de apariencia ingenua con unos pelitos morenos que hacían cabriolas como si de los largos rizos de la Venus de Boticelli se tratara, de apariencia ingenua, decía, pero que una vez dentro se convertía en la cueva de El laberinto del fauno; oscuro, tenebroso, para hacer desistir al más pintao. Otras veces me sujetaban con grilletes a una pared... el decorado sadomaso nunca me gustó, oh, no. En unas décimas de segundo pasaron por mi cabeza toda clase de películas; sin embargo mi filipina seguía sonriendo, amable, pero sin mostrar excesiva insistencia. I’m in a harry, sorry! Ya, ya soltaba yo amarras, qué alivio romper la duda. Tengo prisa, esa fue la manera de salirme por la tangente; le di un golpecito en el brazo, como quien se despide de una amiga, y salí suavemente pitando. Lo lógico habría sido volver más tarde, pasar un rato juntos en algún lugar y contarle tras el consabido masaje (ah, la intriga) las peripecias de las películas que yo había visto antes de precipitarme hacia los Robinson. Otra vez será.
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Hoy la corta travesía del ferry está dando para mucho. Tendría que estar comiendo, pero lo mismo me da tiempo a terminar esta crónica ahora que estoy en trance. Levanto la vista; ahora la luz me ciega, la costa de la isla de Mindoro pasa plácidamente por encima de la borda coronada por un sombrero de nubes a la altura de la cumbre de Monte Halcon. Creo que estaba en esta mañana, y es que con tantos paréntesis uno se hace un lío; sí, decía que a punto estuve de dedicar esta mañana a otra cosa. Y la tal cosa no podía ser otra que el intento vano de desvestir a mi filipina de la noche anterior. Pero se me fue tanta fuerza en tener a raya a mi timidez y en el montaje de las películas que mi atención no fue capaz de retener ningún detalle significativo que me ayudara a tirar del hilo de la excitación. Vamos, un desastre, ni siquiera el balconcito del escote, nada. Probé perezosamente con otras imágenes, fue inútil, había una calma chicha en la hipófisis y sus alrededores, ni una brizna de viento, ni siquiera aquel recurrente sostén negro de algunas veces. Me tuve que conformar con fotografiar el alma del delito recostada su cabeza sobre mi pierna, casi asomándose al balcón de mi portátil en donde yo intentaba tomar algunas notas. Para qué despertarla, pobrecita... Así que cerré el negocio y decidí que durante el desayuno decidiría por donde iba a discurrir mi deambular de hoy. Contando con que el visado me vence en una semana y media, tampoco tengo mucho tiempo por delante. También tendría que valorar las recomendaciones del Ministerio de Asunto Exteriores de no viajar por Mindanao en estos momentos; la guía hace la misma indicación. La otra posibilidad pasa por alcanzar la isla de Palawan y desde allí tomar un ferry a Malasia, en vez de hacerlo a Indonesia desde Mindanao; pero allí el peligro no está en la guerrilla de los musulmanes que luchan por la consecución de un estado propio, sino el mosquito que produce la malaria. Ya veremos.

Todo el trajín que había acumulado desde que dejé las terrazas de Banue y Batad se ha posado suavemente sobre la apacible borda de este barco, sobre su ronroneo, sobre su nieve tranquila en cuyo rastro juegan en este momento las gaviotas. Ahora sí, ahora ya puedo irme a comer. Hasta otro rato.
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Turismo sexual

Manila, 25 de marzo

Es verdad, no dejo de ver por la calle a esas parejas que tanto llamaban mi atención en mi último viaje a Oriente: una jovencita oriental de la mano de un occidental generalmente bastante mayor que ella; pero los veo departir con interés, compartiendo incluso largos ratos de conversación, intercambiando caricias. Quizás para muchas de esas chicas la ocasión sea algo más que conseguir unos recursos económicos, y para ellos algo más que comprar un simple servicio. Las escenas desde luego no me desagradan; eso sí, me cuestionan.

Existe una moral de dudoso fundamento que en el momento en que se roza el tema del sexo no acierta a hacer otra osa que rasgarse las vestiduras, quizás con algo de razón, algo, porque la historia de la prostitución es una historia triste y dramática. Naturalmente no se puede meter todo en el mismo saco y hacer de ahí una prédica, y menos cuando ésta parte de un conjunto social que todavía no ha superado sus tabúes sexuales, viviendo en consecuencia mediatizado por una moral hilarantemente hipócrita.

Ceno junto al mar en una terraza de Manila. Se me acerca una joven con un folleto donde se ofrecen masajes, y mi educación (¿cómo calificarla todavía?), o mis restos de equivocada educación, se pone en seguida en guardia, y rechaza amablemente el folleto. Hay gente muy extrovertida, o que sabe mucho y parece estar a la vuelta de todo en cualquier parte del mundo que se encuentre. Pero uno no es así. Uno duda, está en guardia. Hace un rato se acercó un joven, do you like to have a philippine friend? Aseado, cortés, sonriente. Me excusé cortesmente diciendo que en ese momento deseaba estar solo. Sí, claro, te pueden drogar, te pueden robar, puede tratarse de un caníbal que te corte en trocitos, haga contigo pichos morunos y te ase a la parrilla. Uno está en guardia, pero intenta ser buen viajero, y como además se ve diferente a ese personal que se come el mundo tanto aquí como en Pekín, pues trata de reflexionar sobre las razones de las cosas e intenta mantener un equilibrio (mejor equilibrio inestable) que de paso tenga a raya a la timidez. También hay gente que viaja con mucha prisa y que pretende ver un continente en un fin de semana; o los que no pierden detalle, museos, iglesias, mercados, discotecas. Tampoco es mi caso.

Este año no tengo prisas, viajaré mientras el cuerpo me lo pida; cuando esté cansado, descansaré; y cuando definitivamente mi curiosidad primaveral se haya saciado, tomaré un avión y regresaré a mi cabaña a contemplar desde allí cómo transcurren las estaciones; una experiencia nueva que saboreé por primera vez este año y que me va a servir como atractiva referencia para el futuro. Mientras tanto voy a ver por donde me lleva este vivir al día.

Hoy deambulé por el barrio de Intramuros, la parte de la ciudad de origen hispano. Creo que Manila se me va a acabar en pocos días. Cenar junto al mar, pasear y ver qué pasa. La próxima vez que se me acerque alguien lo tendré en cuenta para que ni mi educación ni mi timidez se espanten; inquiriré en esa ruta de los caminos que se bifurcan. Como los lugares comunes me llaman poco la atención trataré de estar ojo avizor a otras posibilidades. Aparte de las terrazas de los arrozales de Baguio y las Chocolathills que han venido sugeridas por una broma de mi hija, no hay nada en el programa, salvo ir saltando de isla en isla como un canguro, hasta llegar acaso a Australia (si la cabra tira al monte, el canguro necesariamente tiene también su Roma), o a Sri Lanka, o a Madagascar, aunque no sé si los saltos de los canguros darán para tanto.

Ojo avizor es mucho decir, porque me he traído un saco de libros que también requerirán su tiempo; pero sí, ojo avizor, voy a tratar de investigar en qué consiste eso del turismo sexual; porque puede que haya alguna realidad que no coincida con lo que se vende en el mercado de la comunicación (por supuesto que mercado, y bastante malo en ocasiones... aunque creo que Sánchez Drago, que entró en televisión hace poco, dice que va a dignificar el periodismo –eso, sí, dice, dejando su ideología colgada en la percha de la entrada del estudio-. Y que me pregunto yo cómo se come eso). Aclarar cosas, resolver dudas, que ya pasaron los tiempos de visitar las catedrales y sus anexos; por cierto que hoy visité la catedral. Había una boda; llegué en el momento en que el novio, que se llamaba Persival, le declaraba amor eterno a la novia, for ever; resonaba en el crucero, bajo los capiteles, se introducía en las capillitas; amor, pero por si acaso un buen atado, una maroma como esa que utilizan para atracar los barcos, que mi marinerito no se vaya nunca a otros mares (y me pregunto ¿por qué esa manía de atarse tan fuerte y para tan largo en vez de dejar que el amor haga su trabajo, mientras esté... ¡no, no!, atarlo fuerte, para que no se escape). La Semana Santa parece ofrecer en Manila tanto como en Sevilla. Veré si me pilla aquí, después de mi vuelta por la isla de Luzón. También tendré que ver si tiene algo que ver una boda en la catedral de Manila con el título que encabeza este post, que posiblemente sí lo tiene; porque con esa manía de atarse unos con otros for ever, no es raro que abunde eso de echar una caná al aire.

Esto debería ser como una morcilla, que decía Francisco Umbral, atada por el principio y por el final; con lo que no me queda otra que volver al tema del principio, el turismo sexual; pero no hay espacio para tanto, al menos en esta tarde que al calor atmosférico se ha añadido en la cena un plato very verly hot –picaba como un demonio-, tinapang tadyang baka, se llamaba el plato; no hay espacio para tanto, habría que delimitar el concepto y definir términos para poder saber de qué hablamos, no se vaya a confundir el culo con las témporas. Desde luego he de confesar que esta noche, pese al calor, no me habría desagradado compartir conversación y cama con un ser de mi misma especie, aunque de distinto género. Aclaración conveniente, porque desde que el otro día escribí en un blog algo relacionado con las cabras, he notado que alguien me mira torcido.

Buenas tardes.





















Imagenes: Manila

Hacia el sur



Roxas–Boracay, 3 de abril

Recorrer la Tierra; oír, ver, mirar y llenarse el rostro de sol y viento.

El camino hacia el sur se hace placenteramente suave, de pequeños pueblos y campos llenos de palmeras. Estamos en el reino de las motos con sidecar; siete individuos he contado hace un momento sobre ella, más un respetable montón de bultos sobre la diminuta baca de esta especie mínima de carricoche.

Tiempo de campaña electoral en este país. Las candidatas también aumentan camino del sur, guapas candidatas por demás; quizás sean tradición en este país después de la irrupción de Cory Aquino en fel gobierno, tras la expulsión de Marcos e Imelda del país (profligate, la califica el autor de mi guía a esta estrambótica mujer, Imelda Marcos. Lo miré en el diccionario electrónico. Disoluta, despilfarradora, dice. Qué triste ¿no? pasar a los papeles de la historia con esos adjetivos).

Hoy era el placer de viajar y seguir el declinar del sol, la suavidad atemperada de la tarde cayendo despacio mientras la furgoneta hacia su trabajo de rodar carretera adelante. Viajando, a veces no hay nada específico que ver, sólo mirar fuera lo que va pasando tras la ventanilla, campos de agua, paisaje verde, arrozales, puentes caídos, muchos, probablemente producto de un desastre puntual en la isla. La chiquillada corre que se las pela cuando nos aproximamos al siguiente puente caído; asaltan la furgoneta con sus productos; algo hay que comprar: me tomo un nestea, mastico unas cortezas (que aquí llaman chicharros). Va pasando la tarde.
Fue tanto correr hoy que la inercia de la velocidad me metió, caída ya la tarde en un barco rumbo a Boracay. El inglés parece estar desapareciendo según me alejo camino del sur. La última furgoneta me dejó en el puerto de Roxas, una pequeña población al sureste de la isla de Mindoro. Anochecía y allá a lo lejos veía un barco; finalmente comprendo, sólo hay dos servicios, uno dentro de una hora y el siguiente a las diez de la noche. ¿El rumbo? No sé donde... pero con tal de que no sea hacia el norte, cualquier destino puede ser bueno. Sin embargo el nombre me suena lejanamente: Boracay, un puntito en el mapa al norte de la isla de Panay. Abro la guía, un Torremolinos filipino, playas paradisiacas llenas de palmeras; un kilómetro de ancho por nueve de largo. El barco, vacío hasta hace un momento, se ha ido llenando hasta los topes. Después del placentero viaje por la isla de Mindoro desde Calapan, esperaba un remoto puerto vacío; pues sí, gran fiasco, la multitud apareció por arte de birlibirloque sin comerlo ni beberlo. Gente ansiosa de playa y de diversión: llegaré a Boracay en pleno puente de Semana Santa.
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Era placentero, instalado confortablemente con mesa y sillón, pasar el tiempo escribiendo o leyendo bajo una buena luz. Los altavoces largan una música suave. Un chollo de pasaje el de hoy, aunque no haya parado desde las nueve de la mañana que salí del hotel.
Y subieron la música a un nivel excesivamente alto para mis oídos, incluso con los tapones de cera, y entonces me salí a la cubierta de proa; y estaba abarrotada de gente, y había luna llena, casi, y la luz caía desperdigada balanceándose entre las olas, y era enormemente agradable y hermoso, y además había una agradable brisa; y la gente hablaba discretamente bajo respetando el sueño de los durmientes que sembraban el suelo húmedo por el relente marino. Rato de grato bienestar para ir acabando el día. Concomitancia de situaciones, como siempre; ahora era nuestro navegar por el río Níger camino de Tombuctú; allí un cuarto de luna posado su lado convexo sobre las dunas que se alzaban más allá de una larga hilera de acacias. El mismo runrún, la misma paz nocturna.

Sentado como un niño frente a una cabalgata, era mirar el mar bañado por la luz plateada, las sombras de los pasajeros perfiladas sobre el cielo enlunado.



Pero, ay, no era Boracay donde desembarcamos, sino en el oscuro puerto de Caticlan, que alumbraban la oscuridad de la noche con bombillas de cuarenta vatios. La una de la mañana. Como era de esperar quedé a merced del motero de turno, que me condujo por calles de tierra sin ningún tipo de alumbrado hasta un extraño callejón en donde después de insistir un rato apareció asomado a la ventana un individuo que tuvo un largo parlamento con el motero-taxista. Con toda seguridad, como así sucedió, el objeto de su parlamento era a cuento iba a ascender el despellejamiento a que me iba a someter, y en cómo se iban a repartir los beneficios de este despistado viajero nocturno. Tras cinco o diez minutos llegaron a un acuerdo, el dueño del establecimiento dio la llave al motero y cerró la ventana. Yo seguí a éste. Un cuartucho con una tabla a modo de cama, un espejo, con el que haría a la mañana siguiente unas bellas fotografías, y un rudimentario cuarto de baño con acceso a dos habitaciones; un cubo de agua sustituía a la cisterna. A la una de la mañana tampoco iba a ponerme exigente como un señorito. Pagué por aquello el mismo precio que en una habitación de un hotel de Manila. Estaba demasiado cansado para discutir con el motero. Le desee las buenas noches y cerré la puerta. Un colchón de tres centímetros y una tabla, justo el tipo de cama que a mí me gusta. Dormí como un bendito.
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Una pausa en el camino




UNA PAUSA EN EL CAMINO

De los párpados para adentro
esta mañana
un largo tiempo,
también hojas de árboles llenas de viento.

De los párpados para dentro
un pozo de luz y silencio

Miro,
llegó por fin la mañana preñada
la mañana contemplación,
mi cuerpo entero mío y mi memoria
posados en mis manos
sobre mi piel como un arrullo,
te quiero.

Partes de mi yo que van y vienen
como los vencejos
volando sobre los tejados,
sin rumbo,
las alas preñadas de luz y viento.
Estar conmigo al cabo de la noche,
despertar a mi lado, escucharte;
está conmigo, dime,
acaso soñaste largos mechones rubios
como nubes cruzando el cielo
mi yo amado
mi yo vagando esta mañana
sobre el tiempo vivo
sobre un tiempo lejano.

Más allá,
mi cuerpo extendido,
como yerto sobre las sábanas,
se mira en el espejo de mis párpados,
cuerpo amado, te escucho
venas, sangre, tacto,
alguna brisa rozando gentil,
precioso instrumento con que sudar
y llenar de espliego el alma
con que explorar otros cuerpos,
precioso cuerpo mío
con que llenar la mañana
de entrañable poesía,
de besos más allá de mi mismo,
mi cuerpo,
yo mismo extendido a mi vera
escuchando en silencio el fluir de mi sangre
la respiración tranquila,
mi pecho suave vaivén de olas;
vida, te siento.

Viernes Santo en la isla de Panay

Iloilo City, 6 de abril






Un hombre, una mujer, un dios, un paraíso, un hijo...
amueblar la vida
sentir una cierta seguridad,
una certeza para un futuro que no existe.
Hoy, tiempos de la niñez,
de cuando todavía existía Dios
y lloraba emocionado
ante una virgen de escayola,
las emociones por ahí
abriéndose camino
en los ojos abiertos de la infancia.
Hoy Viernes Santo,
de cuando entonces, medio siglo ha,
como si el tiempo no hubiera transcurrido
más allá de una mañana de sueño.

Así que por lo que veo,
todavía existe Dios.
Dios sustento de la esperanza;
Dios amor, unos brazos anchos y fuertes
en que recogerse a la noche;
Dios todopoderoso...
un coro de hombres y mujeres
entonan suavemente en inglés
una oración triste.
Perdona a tu pueblo, Señor,
no estés eternamente enojado,
perdona a tu pueblo, Señor...
According to the Lord...
Pedro, apacienta mis corderos
apacienta mis ovejas.
En la iglesia catedral el eco de la voz del predicador
se tiene perentorio y determinante
sobre masa de los feligreses.
Un calor pesado y húmedo
preside la asamblea.
Se narran hechos de hace dos mil años.
Reiterativamente se escucha la palabra paradise.
Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Hombres tristes de largas sotanas oscuras
secuestraron al Jesús del Evangelio,
córvidos de negro
mataron la fuerza de aquel hombre extraordinario,
rebelde, ejemplar,
y forjaron un imperio de miseria e hipocresía,
quemaron,
adormecieron la voluntad de los pueblos,
indujeron el miedo en sus cuerpos,
Dios se hizo rey, soberbia instancia,
doloroso padre que todo lo quería para sí.

Viernes santo en una pequeña isla de Filipinas.
Hora de calor y siesta.
Dejar el trabajo de vivir en las manos del Altísimo,
es decir, del clero, lo que ellos tengan a bien tolerar;
sucumbir al inmenso saco negro de la fe
en donde el hombre sólo será un sombra de sí
porque Dios y las largas sotanas
velarán por su vida,
por su futuro,
por una intimidad adecuada,
donde a hombres y mujeres
sólo les quedará la paciente espera
del beneplácito divino.
Dejar el juicio y la razón en salmuera...
y tener muchos hijos.

Pero la liturgia es bonita,
manos al alto, tomadas unas con otras,
voces que entonan la gracia de Dios.
El cepillo, un palo largo con una bolsita violeta al fondo,
recoge las monedas de las manos de los feligreses.
Era el tiempo de la comunión.
Cuerpo de Cristo.
Alimentarse del cuerpo del pariente
entrar en comunión con él,
viejas creencias entre los caníbales de la Polinesia,
reminiscencias del Gilgames,
¿transcripción al pie de la letra de una metáfora?

Diez minutos más tarde se forma una larga fila frente al altar. Cristo crucificado desciende de una capilla lateral y queda al alcance de la mano de los devotos, que por riguroso turno, acarician su pecho, sus pies, limpian su sudor, su dolor, lo consuelan. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo. Fuera, la procesión se pone en marcha. Si Magallanes no hubiera aparecido casualmente por estas islas, Buda habría sustituido a este Cristo de diseño infantil. No habría habido mucha diferencia. Faltan los encapuchados, las saetas, la música, la estrechas calles del barrio de Triana... una lejana y desteñida copia de la Semana Santa andaluza.



Hacia Borneo

Zamboanga (Filipinas), 8 de abril

Mañana embarco rumbo a Sandakan, en Borneo, Malasia. Sandakan, ¿una transposición de Sandokán? No parece que Emilio Salgari, al igual que Julio Verne, hayan necesitado viajar mucho para llenar cientos de páginas con las aventuras de sus héroes míticos; pero no por ello es menor el mérito, al hecho de haber proporcionado una apasionada lectura hay que añadir la gracia aventar expectativas y deseos de aventuras sin cuento. Hace años, en casa, me regalaron uno de

Sol y luna

aquellos legendarios volúmenes de Salgari que yo me bebía cada verano hasta llegar a agotar todos los ejemplares de aquella colección en la biblioteca. Recuerdo aquellos meses de lectura como los más intensos de mi infancia; vivía entonces en la cercanía de la Casa de Campo y era fácil que mi madre con siete u ocho años me dejara vagabundear el día entero por los pinares y encinares del Cerro de los Locos. Mi equipaje para el día era un bocadillo y la consabida novela de Salgari. Con mucha frecuencia la novela quedaba terminada en el día. Era una pasión irrefrenable. De ahí arranca lo que será ya para toda la vida una necesidad a veces devoradora de leer. Y probablemente muchas cosas más, porque junto a la lectura de aquel héroe, Sandokán, a la que acompañaba por lo general las aventuras semanales del Capitán Trueno y del Jabato, siempre mucho más atractivas para mí que, por ejemplo, que Supermán, o Roberto Alcázar y Pedrín; junto a todo esto, mis padres tuvieron la feliz idea por entonces de organizar largos meses de vacaciones en las riberas del río Alberche, ofreciéndosenos así la oportunidad de vivir como los sioux en plena naturaleza.

Ninguno de mis hermanos heredó nada de aquella pasión; yo parecía, sin embargo, vivir en otro mundo, pendiente de los piratas, de idílicas islas del Pacífico, de los indígenas devoradores de hombres, de los parajes marinos. Fue una etapa dichosa. Quizás mi fervor por Joseph Conrad, a quien descubrí a través de Borges, tenga también sus raíces en Salgari. La vida empezó tempranamente a ofrecerme manjares, que, quién lo iba a decir, cincuenta años más tarde sigue proporcionándome razonables ratos de placer.

Un día hablaba con una amiga psicoanalista y en mitad de una fogosa conversación en la que yo hice la afirmación de que la curiosidad era innata, me cortó sin más para decirme que no, que la curiosidad no era innata. No tuvimos ocasión para discutir el asunto, que me parece uno de los aspectos de la vida sin el cual probablemente todavía andaríamos con los monos en los árboles, pero es probable que un cultivo temprano de la curiosidad tenga mucho que ver en el desarrollo posterior de la vida de los individuos. Fabricar arcos, flechas, patines, cometas, explorar los alrededores eran actos que nacían de una impetuosa curiosidad y de unas ganas de vivir que raramente pueden experimentar los niños de hoy día. Cuando en la escuela he tenido que enseñar a mis alumnos a hacer cometas, me costó Dios y ayuda conseguir que las terminaran; apenas eran capaces de hacer nudos simples; la escuela intenta suplir la pobremente la educación de la calle y del campo con actividades de psicomotricidad y similares, pero es un pobre remedo. Yo no recuerdo que me enseñaran estas cosas; se aprendían, sin más, de la misma manera que hoy aprenden también otros juegos, siempre claro, más civilizados y acordes con los tiempos que les ha tocado vivir (pobres... que les tienen que llevar a la escuela de la mano, incluso cuando han cumplido ya una década de vida sobre este planeta).

Así que agradecido estoy a mis padres y a las circunstancias de mi infancia que me permitieron tempranamente hacer de esta vida un mundo moderadamente marcado por la aventura. Por ello, de la misma manera que detesto la influencia nefasta de los córvidos de todo tipo que quisieron hacer de este mundo un convento, y de sus habitantes un rebaño de ovejas (ya hablaba de ello en mi post anterior), es justo que rindamos homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que con su escritura fueron capaces de estimular en nuestras mentes infantiles una feroz curiosidad y un deseo casi inagotable de gastar muchos años de la vida en aventurarnos (curiosa palabra que encaja perfectamente en el contexto y que me viene ahora como investida de un amplio y atractivo significado), aventurarnos, decía, a lo largo y ancho del planeta.

Olvidé a Salgari en casa pero me traje sin embargo a Stevenson, En los mares del Sur, un bello libro que me regalaron nuestros amigos Eduardo y Adriana, pocos días antes de partir hacia estas islas del Pacífico. Da gusto que a uno le hagan regalos tan acertados. Eduardo dibujó a un viajero con mochila y bastón en la primera página, y escribió al lado “¡Alberto, amigo, buen viaje y hasta la vuelta!” Gracias, amigos, un saludo a los dos, un recuerdo afectuoso desde aquí, ahora que voy ya camino de esos lugares que sembraron mi infancia de expectativas y deseos de conocer mundo: Borneo, Sumatra, Java, Tasmania, Nueva Guinea... nombres e islas memorables que como los libros de todo color y condición, tuvieron la capacidad de despertar en mí un estilo de vida y un modo de entender la existencia con los que hoy me congratulo.

Estelas en la mar

Zamboanga-Sandakan, 9 de abril

Estelas en la mar.

Eso fue un rato después, después que los chiquillos hubieran recogido todas las monedas que el pasaje lanzaba al agua. Junto a los costados del barco bogaban de un lado a otro cuatro barcas equipadas con sus consabidos contrapesos de madera. Las poblaban criajos y mujeres de distinta edad que atraían a gritos la atención de los pasajeros invitándoles a lanzar una moneda. Cuando las monedas caían en el mar los críos saltaba al agua y buceaban profundamente hasta alcanzarlas. Alguno de ellos no tenía más de cinco o seis años. Las madres no dejaban de gritar. Una de ella con un crío desnudo a las espaldas colgado de su cuello, se lanza inesperadamente al agua a por una moneda que ha caído cerca, engancha al niño al filo de la borda y se sumerge enteramente vestida a la búsqueda de los cinco pesos, que yo imagino descendiendo algunas decenas de metros si las manos hábiles de la buceadora no son capaces de atraparlos a tiempo. Cuando el barco zarpó, todavía lo siguieron durante un rato, arrastrados por una cuerda que habían atado a una de las barandillas. Las monedas continuaban cayendo al agua desde lo alto del buque.

Estelas en la mar. Tras ella la forma disuelta en la distancia de Mindanao. Viejas tierras, viejas historias de conquistadores, visionarios, mercaderes, unos pocos pueblos arrasados por los tiempos cambiantes de la historia; por sus depredadores occidentales (a última hora también por Japón), por los frailes alienígenas que querían ganar el cielo con el alma de los indígenas: por el siempre incontenible deseo de poder y ganancia. No hay ciudad en Filipinas que no tenga su monumento al doctor José Rizal, el héroe nacional que fue asesinado por los españoles en 1898, cuando en estas tierras empezó a sonar la hora final del colonialismo.
Uno se hace extremadamente simple con el tiempo (sí, estúpido, necio, como salido de otro mundo); eso siento esta mañana de navegación tranquila rodeado por las voces y las risas de los pasajeros; algo más de quinientas literas ubicadas a lo largo y ancho del tercer y segundo piso del barco; una disposición que invita al comadreo entre los vecinos, al simple placer de mirar pasar las nubes o incluso a dedicar un tiempo a ponerse guapas las mujeres; y es que son coquetas las filipinas, y ellos que no les van muy a la zaga, que es muy frecuente verlas delante de los espejos, arreglándose un mechón, corrigiendo la caída del pelo, dando sombra a los ojos, aplicando un poco de carmín a los labios. El más agradable de los barcos que he tomado; no hay necesidad de aire acondicionado, la brisa del mar entra por proa y sale por popa refrescando al personal. Como siempre el ronroneo amigo, el pentagrama, que decía el otro día, en el que se cuelgan las notas de los acontecimientos de a bordo, suena como una nana en mis oídos. Simple, porque últimamente siempre me vienen parecidos razonamientos a la cabeza. Leía ayer En los mares del Sur, de Stevenson, un capítulo dedicado a la muerte en los indígenas de las islas Marquesas. Dice Stevenson que “por muy extraño que parezca, no trabajamos ni nos dominamos pensando en las recompensas de la otra vida, sino a causa de la mirada tímida que lanzamos sobre la existencia y la memoria de nuestros sucesores. Si nadie de la familia o de la raza estuviese llamado a sucedernos, dudo que nadie buscara el modo de ganar dinero o de practicar la virtud”. La falta de este incentivo en estos isleños, y por consiguiente la aceptación de su fin como nación, es lo que caracteriza a los nativos, dice Stevenson; un ejemplo muy particular de pueblos en donde enfermedades como la viruela u otras traídas por los europeos, puede terminar en unos pocos años con todos los habitantes de una isla. A grosso modo el razonamiento de este autor debe ser cierto, aunque no sea tanto una mirada tímida o la memoria de los sucesores la poderosa razón que mueve al hombre a vivir en un laberinto de pasiones incontroladas, al menos en nuestro mundo occidental. Y de ahí la estupidez y el simplismo al que hacía referencia al principio del párrafo. ¿Qué clase de estúpidas razones hace que el mundo se mueva en los sentidos que se mueve? Echemos una ojeada a ese tal Bush, por ejemplo, o a su padre; y ya que estamos al Espíritu Santo, al poder, al dinero, a la exclusividad con que la frailocracia de estas tierras querían apoderarse de las almas de estos lares. César, Napoleón, Alejandro Magno (¿quién le dijo aquello de “aparta, que me quitas la luz del sol”?, a toda la colección de Papas and mamas (infalibles ellos: ¿quién puede pedir más?); echemos una ojeada: Hitler, los israelitas ahora frente a los palestinos, la contraconcepción de la Iglesia, los puritanos norteamericanos... ¿Qué mueve al mundo? ¿No es pura estupidez tanta obsesión por el poder, por el dinero, por querer acercar las almas a ese insípido cielo que inventaron los católicos? Si toda esta gente, nosotros, fuéramos a alcanzar la edad de Matusalén quizás -y aun así...- algo de justificación podría tener esta diarrea continua de poder, de dinero, de expectativa al final de un hermoso cielo eternamente aburrido, pero... muriéndonos como nos morimos en unos pocos años... joder, ¿cómo podemos ser tan gilipollas como para organizar el mundo como lo nizamos? Los ojos de ido que le pone Herzog a Kinski en Aguirre o la cólera de Dios, loco él porque va a ser poderoso, los millones de muertos en la estepa rusa, los millones de muertos en los hornos crematorios, Magallanes, Legazpi, Hernán Cortés, los americanitos conquistando el mundo... Millones para qué, kilómetros de tierra para qué, no entienden la sabiduría de El Principito. El cuento aquel que contaba el amigo Eduardo del pa qué. Un pastor esta sentado a la sombra de una palmera mientras el ganado pace a su alrededor. Se acerca un americano cebado, de gran barriga y le sugiere que debe hacer más productivo su trabajo, más ganado, establos, fabricación de quesos, etc. Y la respuesta del pastor: ¿pa qué? Pues con lo que gane construye una fábrica, hace quesos, etc. Y el pastor: ¿pa qué? Pues... en fin, al final le sugiere montar un negocio internacional, convertirse en el hombre más rico y poderoso del mundo. Y el pastor: ¿pa qué? Pues hombre, contesta el otro, porque así ya puede dejar de trabajar y sentarse a la sombra de un árbol. Y el pastor: ¿Y qué estoy haciendo yo ahora, amigo?

Sí, pa qué.

Por eso me siento tantas veces estúpido. Estúpido por simple, por pensar que nos complicamos continuamente la vida dejando nuestro anhelo en alguna parte olvidado. Ni tenemos más estómago del que tenemos, ni más hormonas que las que anidan en nuestro cuerpo, ni más capacidad de asimilar placer o alegría que nuestro organismo admite. Hay un corto relato de Tolstoi en el que a un aldeano le proponen la propiedad de toda la tierra que pueda rodear caminando a lo largo del día; antes de la caída del sol el aldeano debe de haber cerrado el círculo de lo que será su próxima propiedad. Fue tan desmesurado el deseo de poseer del aldeano, que no le dio tiempo a llegar al punto de partida, murió por el camino. A una persona que conozco, por demás bastante infeliz y desorientado en la vida, hace unos meses le ofrecieron un trabajo en alguna parte de América Latina con un sueldo de veinte millones de pesetas al mes. La última vez que hablé con él por teléfono me daba pena, sólo tenía esta vida y la estaba desaprovechando de la manera más ridícula. He oído alguna vez que las causas de muchos de los males que aquejan a una parte importante de la sociedad viene de no follar bien (y podíamos añadir aquello de quien no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas), y es un aserto con el que en general estoy de acuerdo. Discutimos con frecuencia sobre un concepto tan escurridizo como el de felicidad; raramente nos ponemos de acuerdo. La felicidad no es materia que pueda comprarse ni con dinero, ni con muertos, ni vendiendo el alma a los conventos o a los frailes. Creo que es un arte sumamente sofisticado, al que la locura de los políticos, los hacedores de dinero, los “descubridores” y conquistadores de estas tierras, los grandes mercaderes apenas tienen acceso.
¿A qué tanto ruido y tanto empeño al margen de usted mismo, si se va a morir dentro de unos días? ¿A qué tanto desasosiego? ¿Y si pusiéramos un poco de cordura en la cosa de la vida de cada uno, si miráramos con un poco de perspectiva, si dedicáramos un poco más tiempo a follar bien y sin prisas? No era otra cosa aquel emblema de los años setenta de unas flores que alguien había sembrado sobre el casco de un soldado.


Magnífica, llena de luz, asoma por poniente la silueta de una isla; una gran montaña la corona, sola, espléndida en medio del mar. La naturaleza, su belleza, su esplendor, habla con frecuencia de la estupidez de los delirios de grandeza de los humanos; ella predica sencillez, estado de gozo de lo simple y sencillo. ¡Cuánto me hubiera gustado tener los cojones que echó aquel Julio Villar, que en barco de unos pocos metros de eslora fue capaz de dar solo la vuelta al mundo. Mar, agua, sol, luz, luna... un petrel de vez en cuando sobre el mástil de la vela.