Rodas

Rodas, 9 de septiembre

Caro Guille:

¿Te acuerdas de Rodas, Rodas con tu brazo medusiano a cuesta, deformado y lleno de colinas opalinas, algo parecido a las Chocolats Hills de Filipinas que hace meses me invitó la Gorda a visitar; las tuyas más bien una cosa como la piel de un calamar? Uf... qué susto entonces. Tu llantina en las playas de Haifa, el hospital, medio verano posando con aquel juego de texturas que habría servido para un lienzo de cualquier cuadro postmodernista. Cómo recuerdo aquello. De Rodas Rodas apenas nada, cuando llegamos a Marmaris, en Turquía, que el coche casi se nos cae al agua porque los turcos eran unos chapuzas; eso y un tío que vendía algo y hacía juegos malabares y vosotros os reíais un montón... y nosotros. ¿Qué pocas cosas quedan a veces de los viajes, verdad? Aunque también es verdad que las cosas que quedan son la flor y la nata del pasado. Para qué coño tenemos que ocupar tanto espacio en la memoria; ésta es práctica, se queda con lo que verdaderamente interesa. Lo que habrá que contar a los nietos (jejeje). ¿No te has dado cuenta de que en muchas ocasiones de las que nos reunimos la mayoría de las cosas que salen son de este estilo? Así de nuestros viajes por Europa quedará el hecho de que la Gorda nunca estaba donde creía estar, que ella había soñado que estaba en Australia cuando íbamos por Viena y no había modo de sacárselo de la cabeza; o Mario perdiéndose en alguna playa del Adriático o tú con tu rabieta porque te querías despedir de nosotros y quedarte entre un huerto de chumberas con unos guajes que habías conocido dos horas antes y con los que te entendías divinamente a pesar de que todavía no eras tan listo ni avanzado para los idiomas. Todavía creo que hay diapositivas con lágrimas en los ojos que decían que preferías aquellos rustiquillos de Marruecos a tus padres... Cría cuervos... amigo. Y no digamos Mario, aquella foto testimonio como sacada de las entrañas de Biafra en los años de peor hambruna, él contemplando como un pequeño Buda entre su dedo índice y el pulgar un grano de arroz en alguna playa de Túnez después de atravesar parte del Sahara con una diarrea que no remitía. Bueno, el caso es que no está mal que la memoria sea selectiva, así uno puede permitirse el lujo de estar siempre en lugares nuevos aunque sean viejos; me pasa con la montaña, puedes hacer decenas de veces el Pirineo de parte a parte sin recorrer nunca los mismos caminos (ójala; ay, mi rótula), porque los viejos, con tanto caminar y estar también mucho en la luna mientras se camina, se olvidan pronto (cosa ciertísima... así me pierdo yo tantas veces por ir ensimismado en exceso. Eso sin contar cuando nos perdíamos por otros motivos caminando por cualquier montaña del mundo, esa tendencia que he tenido yo por coger atajos y que vosotros deplorabais tanto porque ya sabíais en donde solían terminar mis atajos, algún bosque quemado del que salíamos todos tiznados, una selva de zarzas, una plantación de chumberas...). Un punto todo esto a favor del gusto por la novedad, quien tiene poca memoria, como yo, tiene más posibilidades de encontrar la novedad a la vuelta de la esquina. Espero, no obstante, que ésta no sea tal como para que cuando vuelva a Madrid todavía me acuerde de vosotros (je, je...) oportunidad que podría encontrar la Gorda para buscarse un padre más normal y más hogareño que yo.

Así que hoy estoy en un país nuevo nunca visitado, aunque hayamos pasado aquí una semana viajando a lo largo y ancho de la isla. El lecho sobre el que dormí hoy estaba duro como el acero, y nunca mejor dicho; clase económica: o el suelo, de acero, aunque pintado de azul, o los asientos en donde la falta de horizontalidad hacen también el sueño incierto. Preferí el suelo. Dormí bien acunado por el acostumbrado runrún de los ferries. Cuando me desperté... (¿cómo era aquella reiterativa manera homérica de comenzar algún capítulo de la Iliada y que ya me corregiste alguna vez?) la aurora de rosados dedos (¿o eran cabellos?) se alzaba sobre el inmenso mar. (El otro día leía precisamente un ensayo de Borges sobre los epítetos homéricos, en el que con buen sentido del humor llamaba la atención sobre la imposibilidad de encontrar en sus páginas livianos adjetivos con los que calificar a los ciudadanos de a pie. La desmesura homérica terminó siempre haciéndonos soñar con un mundo que parecía de otro planeta; y si no, recuerda cuando en aquel viaje de vuelta de la Capadocia y de las terrazas carcáreas de Pamukale (también allí había una buena foto del mordisco que te dio la mesusa en el brazo), cuando visitamos Troya, qué ridícula era aquella Troya de juguete; unas pocas piedras, como le digo yo tantas veces a mamá, nuestra frustrada arqueóloga familiar; era impensable imaginar en aquellas ridículas y canijas construcciones a Príamo, a Aquiles, a toda la esforzada y noble panoplia de los héroes griegos rajándose las tripas... y menos a Zeus y a Jano (¿era Jano?) folgando entre flores y verdes prados sobre las nubes, un maravilloso polvo volando como el Melquiades (¿o era otro?) de García Márquez sobre el campo de batalla, mientras el personal se destrozaba allí abajo unos a otros por mor de la bella Helena. La imaginación homérica no se quedaba a la zaga de de la autora del Génesis.

La conclusión es que no hay viajero que no mienta ni escritor que no hinche las venas del relato con la fantasía de su imaginación. El fin justifica los medios. Y vaya que si lo justifica. Cuando uno lee en Homero aquello de que los caballos lloraban, es como si te diera un patatús. Las emociones se convierten en puro vapor sobrepresionado dentro de la cámara de combustión de la caldera que alimenta la lectura atónita del lector que tuvo la suerte de encontrar entre las páginas tan suculento manjar.

En fin, Guille, acababa de tomarme mi breakfast tras llegar el ferry, muy tempranito, a Rodas, cuando decidí contestar a tu carta. Quizás esto se fue por peteneras como tantas veces. No importa. Creo que voy a buscar algunas fotos antiguas, y si las encuentro, algo que dé testimonio de pasado, las colocaré con estas líneas en mi blog. Me gusta recordaros y recordarnos en nuestros viajes que fueron los de vuestra infancia y también los de nuestro encuentro pleno con la paternidad, algo que parece ya ha empezado a sonarte bastante de cerca por lo que veo. También a mí, aunque eso de ser abuelo me temo que vaya a ser algo indigerible por mi parte, como lo fue el hecho de ser padre... algo que tardé mucho mucho tiempo en asimilar, pese a que ejerciera como tal con mi mejor voluntad. Aún hoy sigo pensando así; ser padre me sigue pareciendo algo extraño, ajeno a la naturaleza... y eso que experiencia no me falta. Quizás las mujeres lo vivan de otra manera; quizás ellas han tenido una suerte mejor en el reparto de estos papeles al poder experimentar desde el principio la maternidad.

Creo que se me acaba la batería. Se encendió el dispositivo de aviso, así que me despido.

Un fuerte beso para ti y para Rosa.

Os quiero,

Alberto

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